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6 de agosto de 2014

NORDKAPP. 15 (2ª parte)


Estimulando nuestra imaginación, estos montes nos parecen enormes monstruos que se sumergen en las aguas
               Contaba en la primera parte de este capítulo 15 que nos llevamos una gran impresión cuando vimos las distancias que separan Narvik de otras ciudades europeas. Porque en las últimas 48 horas, tratando de adelantar kilómetros todo lo posible, tan solo hemos hecho 739. Solo hasta Oslo hay 1453, por carreteras muy complicadas. Verdaderamente nos sentimos en el fin del mundo...

Este fiordo me recordaba a una ría gallega
Salimos de Narvik y bordeamos durante largo rato un fiordo que, por sus orillas bajas y rocosas, con islotes minúsculos, me recuerda totalmente la ría de Arousa, en Galicia. La orografía es suave y dulce, con bosques y praderas festoneadas por puntitos blancos que corresponden a las aldeas formadas por casas bastante aisladas. En las orillas el agua es sumamente transparente, su superficie, a lo lejos, tiene un color azul oscuro, tal como si estuviéramos en un día soleado del invierno gallego. El parecido es realmente sorprendente.
              Llegamos a eso de las tres y media al pequeño muelle de embarque de un ferry en el que, nuevamente, hemos de recorrer un tramo obligado por vía marítima. Consulto el mapa y no tenemos alternativa. Una cadena montañosa de casi dos mil metros de altitud, que en el plano viene sembrada de manchas blancas (glaciares), y la proximidad de la frontera con Suecia (que en algún punto llega hasta solamente a diez o quince kilómetros de la orilla del mar), impide que haya carretera alguna en ese área.




Aprovechando la espera, hay que preparar el almuerzo.
           Aprovechamos para hacernos los eternos sandwichs de queso y jamón y tomarnos un café. Al poco se nos acerca un empleado del ferry, con una maquinita expendedora de billetes que me recuerda a las de los cobradores de los tranvías de mi niñez, y nos vende un par de tiquets. Sigo asombrándome de lo económico que es este medio de transporte en Noruega.
          Al cabo de unos veinte minutos aparece el barquito, que hace la maniobra de atraque con más rapidez que lo que tardo yo en aparcar mi coche.
          Tras meter el Mitsu a bordo, subimos a la cubierta a gozar de la soleada tarde durante los treinta minutos que nos han dicho que dura la travesía.



                 Si siempre es grato disfrutar de una travesía con buen tiempo, aquí es algo inolvidable. Contemplamos el paisaje visto desde su mismo centro neurálgico, con las aguas perfectamente tranquilas, su superficie brillante como un espejo, ni gota de brisa y la temperatura que permite tomar el sol en camiseta sobre un banco de cubierta...
                 Esa tarde hacemos un largo camino, por una carretera accidentada, llena de curvas, cuyo trazado discurre por multitud de diferentes fiordos, hasta que llegamos a Fauske, ciudad en la que prácticamente no nos detenemos, ya que presentimos que vamos algo retrasados y debemos continuar rodando.
                 A partir de aquí la carretera se interna en el interior, por una zona montañosa. Al cabo de una hora llegamos a un camping en el que entramos para pasar la noche.
                Al lado del terreno de acampada corre un caudaloso río de unos cuarenta metros de anchura, con el fondo totalmente de cantos rodados que forman, en la otra orilla, una extensa playa, y que indica la existencia de un cauce del doble de capacidad en la época de deshielo primaveral.


                 Como el día ha sido caluroso y desde hace varias jornadas deseamos darnos un chapuzón en algún sitio, decidimos que aquel río es una buena ocasión. La verdad es que la idea ya nos surgió desde que mejoró el tiempo y empezamos a costear los fiordos. Pero en ellos apenas hay playas de arena, y aún así la franja de la orilla está recubierta de unas algas que no invitan demasiado al baño. Por eso nos conformamos con meternos en la agitada corriente de este río, eso sí, bien agarrados a las rocas de la orilla, ya que la corriente es fuerte, en el centro quizás de más quince kilómetros por hora. El agua está muy limpia pero fría, aunque eso nos despeja y revitaliza. No hay nada como un chapuzón en agua fría para recobrar el ánimo.
                 Esa noche, después de la cena, Quim se va rápidamente a dormir. Yo, por el contrario, no renuncio a un paseo antes de meterme en la tienda. Camino un poco a lo largo de la orilla del río en el que hace un par de horas nos bañábamos y contemplo las últimos resplandores del crepúsculo, ya muy tenues. Enfrente se levantan unos montes en cuya falda veo las luces aisladas de algunas casas. Noto que, según avanzamos hacia el sur, cada vez anochece más temprano.
                 Al cabo de un rato de contemplación meditativa, siento un sordo y lejano fragor, que se me hace familiar. Es el ruido de un tren que se acerca, atravesando bosques y túneles en la ladera montañosa que se levanta al otro lado del valle. Parece subir una cuesta, ya que su traquetear es lento y sonoro. Al poco veo los vagones iluminados, es un tren de pasajeros. La línea férrea, según veré en el mapa al día siguiente, viene del sur y termina unas decenas de kilómetros más al norte, en Bodo. Durante unos minutos sigo contemplando el discurrir del tren, hasta que se pierde definitivamente dentro de un túnel.
                 En mi interior percibo que esa contemplación, en el silencio y en la oscuridad, ha tenido algo de mágica. Es curioso, no sé porqué ha sido, pero sigo mirando todavía durante un rato más la profunda negrura de aquel  paisaje, sin pensar en nada, pero fascinado por aquella silenciosa y quieta oscuridad.

El viaje en tren es una de las maneras más placenteras para disfrutar del paisaje noruego.
Las famosas granjas de cría salmón.

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