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31 de agosto de 2014

NORDKAPP 16. De nuevo en el círculo polar (2ª parte)

 (En la 1ª parte hemos llegado a la lengua del glaciar Svartisen, y estamos recorriendo las laderas rocosas de la gigantesca cañada por la que desciende la masa de hielo del glaciar).



    Durante un buen rato contemplamos, pasmados, las tonalidades que forma la luz al atravesar la gruesa masa de hielo. Éste tiene un color increíble, desde un blanco brillante hasta el azul verdoso más bello que he visto jamás.
Constantemente oímos pavorosos crujidos, que anuncian movimientos convulsivos de  la enorme masa y que nos indican su traslación lenta pero constante sobre el fondo rocoso del cauce, haciendo que imaginemos las tremendas presiones que allí se producen.
        He visto fotografías de personas dentro de una gruta de hielo. Realmente hay que conocer muy bien como se comporta esta masa para arriesgarse de tal manera, ya que esas grutas, en cualquier instante, pueden desaparecer dejándote, o ya inmediatamente aplastado, o encerrado de momento mientras vas viendo como se estrecha poco a poco el hueco de hielo en donde estás. Aunque ésto solo me lo imagino, obviamente, pues no ha habido nadie que sobreviviera para contárnoslo.

Foto Travel Journals
        Quim y yo nos hemos ido separando unos metros conforme avanzamos. Me hace señales de que ya es la hora de dar la vuelta y comenzar el descenso para llegar a tiempo a la salida del barco.
         Miro mi reloj y veo que ya llevamos empleada la mitad del tiempo disponible, por lo que la prudencia aconseja iniciar el retorno. No me gustaría pasar la noche en aquella desolación. Quim ya ha empezado a bajar de nuevo hacia la base del glaciar. Yo hago lo mismo, pero se me hace más difícil el descenso, ya que las rocas forman, cada poco, unas terrazas de dos o tres metros de altura que son fáciles de subir, pero para bajarlas, teniendo vértigo como el que yo padezco, no resulta tan sencillo. En una de ellas me asomo y al ver el desnivel, recorro el borde buscando un sitio mejor, pero no lo encuentro. Se hace tarde, y no puedo pensarlo más. Me pongo cara a las rocas y bajo con el cuerpo pegado a la pared, tanteando con mis pies en busca de huecos en la roca. En algún momento no encuentro ninguno y siento un terror visceral, producto del vértigo. Miro de reojo y veo una plataforma de un par de metros de ancho a un metro por debajo de mis pies y decido dar el salto. Cuando restablezco el equilibrio respiro profundamente para que se me pase la angustia que he sufrido.     Continúo el descenso, que ahora ya es más fácil. Aun no he llegado a la altura de la base del glaciar, cuando de pronto un estallido gigantesco me paraliza. El ruido viene de la laguna y miro hacia allá. Ante lo que veo, abro bien los ojos para no perderme el espectáculo que, inesperadamente, se desarrolla a mis pies. Un enorme fragmento del hielo en el borde inferior del glaciar, que abarca desde el agua hasta su altura máxima, unos diez metros, se está desplomando majestuosamente sobre el agua, después de romperse con un ruido gigantesco.
Miro con inquietud hacia donde está Quim, ya que pocos minutos antes caminaba muy cerca de la orilla del lago, en donde va estallar en escasos segundos la ola que se forma en cada derrumbe del glaciar. Pero Quim está a unos veinticinco metros de la zona de peligro, y contempla a su vez el colosal espectáculo.

Foto Max Perrini
        Cuando las aguas se calman, quedan multitud de pedazos de hielo, pequeños icebergs, flotando sobre el agua.
        Despierto de mi asombro y vuelvo a iniciar mi camino de bajada entre las rocas. Al poco me reúno con Quim y comentamos lo que hemos visto. Me insulto a mí mismo ya que, solo por una absurda imprevisión, me he olvidado de llevar un carrete de fotos de repuesto, y el que tenía se acabó justo antes de que pudiera plasmar el espectacular y casual derrumbe.
        Cuando estamos llegando al descenso del torrente, me detengo y contemplo por última vez el paisaje. Veo el río de hielo, las laderas de las montañas, otra cañada que, en dirección opuesta, se pierde quién sabe hacia dónde... Pienso que aquello es como otro mundo, un mundo muy diferente del mío, del que estoy acostumbrado, algo así como si estuviera en un planeta diferente.
        Quim me urge a continuar, por lo que vuelvo a caminar sorteando charcos,  rocas y barro.
Por el tramo final del camino adelantamos a unos turistas que caminan con dificultades y por los que tendremos que esperar después. Cuando nosotros llegamos al desembarcadero aún quedan unos cinco minutos para la salida.
         En el tramo de navegación nos entretenemos en leer un folleto que hemos encontrado en el barco. Describe la historia de los últimos cien años del glaciar, en términos meteorológicos. Redactado en inglés, el folleto explica que en 1900 la lengua glaciar llegaba hasta el propio lago por el que navegamos ahora, es decir, que el torrente no existía y la laguna superior estaba cubierta por el hielo. Sin embargo, y como efecto del calentamiento global terrestre, ya en 1910 el borde del hielo había retrocedido 50 metros más arriba, siendo treinta años más tarde, en 1941, de dos kilómetros el retroceso experimentado, que obviamente continúa. En 1951 se alteró el desahogo del glaciar por un derrumbamiento en la cañada que vimos cerca de la laguna superior, por lo que comenzó a bajar toda el agua por el torrente, inundando todo el valle de acceso al glaciar y causando un desastre en una zona de riqueza agrícola y ganadera, obligando a construir una pequeña represa para contener en parte la salida violenta de las aguas.
         Cuando llegamos al coche nos cambiamos los zapatos, totalmente empapados por la caminata por los charcos y el barro.
         Arrancamos, y pronto estamos de nuevo en la carretera general, llegando a Mo i Rana.

22 de agosto de 2014

NORDKAPP.16 De nuevo en el Círculo Polar (1ª parte)

En el sitio exacto por donde pasa la línea geográfica. Es impresionante que, a mediados de agosto, haya tal cantidad de nieve como la que se ve al fondo. Eso teniendo en cuenta la influencia atlántica a relativamente pocos kilómetros de distancia.
          Por la mañana había visto en el mapa que pronto nos internaríamos tierra adentro, y que la carretera ascendería por zonas montañosas. La meteorología de hoy no es buena, ya que el cielo está otra vez nublado y hace el consiguiente frío, que se acrecienta aún más al elevarnos en altitud. Pronto estamos rodeados por un paisaje áspero, sin los densos y extensos bosques costeros, lleno de rocas y con la raquítica vegetación propia de una tierra casi siempre cubierta por las nieves y los hielos. También veo en nuestro mapa que estamos acercándonos -¡todavía!-al Círculo Polar, que aún está por debajo de nosotros.
           Entretenido con el mapa -conduce Quim-, me llama la atención el que las rutas de comunicación -tanto la carretera como el ferrocarril, que discurren juntas durante unos doscientos kilómetros- se alejen tanto de la costa, internándose en unas tierras altas a más de mil metros de altitud que, en el invierno, debe de ser una zona cubierta por varios metros de nieve o hielo, con temperaturas bajísimas y en definitiva verdaderamente inhóspita e intransitable, que es lo que sucede cuando en este país te alejas unos kilómetros de la franja costera.
          Sin embargo, analizando lo que el plano refleja, veo que esa ruta es la única posible y, de hecho, la única que realmente existe. De nuevo la frontera con Suecia se acerca, dando la sensación de ahogar el espacio noruego. Al otro lado de la línea divisoria se adivina un territorio desolado -apenas hay núcleos de población en miles de kilómetros cuadrados de territorio-, con una orografía formada por valles fluviales rodeados por cadenas montañosas que se dirigen en perpendicular hacia el golfo de Botnia, a unos quinientos kilómetros de distancia.
          Por otra parte, la zona costera de Noruega es en este área muy accidentada, y solo hay una carretera de trazado muy sinuoso que une pequeñas ciudades y que, de hecho, se interrumpe en numerosas ocasiones en lo que deben ser fiordos pequeños pero de impresionantes paredes, ya que se ven cotas de mil trescientos metros a una distancia lineal de apenas unos cientos de metros del mar. Y en medio de todo eso, entre el camino que seguimos cerca de la tundra sueca y el mar, ¿qué hay para que sea imposible de ser recorrido por las rutas de comunicación terrestre?
          En el mapa se ve una inmensa mancha blanca, y un nombre en grandes letras: "Svartisen". Las últimas cinco letras de este nombre indican, por lo que he ido constatando, que se trata de un área de glaciares o nieves perpetuas. Y unas horas después tendremos la oportunidad de comprobarlo.
          Al poco tiempo se divisa un extraño edificio, en medio de la desolada altiplanicie que estamos atravesando. Al acercarnos, y situándome en el mapa, me doy cuenta de que se trata de otro de los enclaves turísticos de la zona. Está ubicado en dónde se cruza la carretera con la línea imaginaria del Círculo Polar Ártico. Su arquitectura recuerda un inmenso iglú y se adivina concebida para soportar gruesas capas de nieve.

El Centro turístico enclavado en el punto en el que la carretera se cruza con la línea imaginaria.

El aquitecto lo construyó con forma de iglú. En esta imagen, en el invierno, se ve que la nieve ha alcanzado casi los dos metros.
          Nos detenemos para hacer una visita, ya que esta gente, en materia turística es muy imaginativa, y saben sacar partido hasta de una inmensidad solitaria como la que nos rodea.
          Efectivamente,  al entrar se nota de inmediato una grata sensación, muy diferente de la que sientes allá afuera. Se trata de un centro turístico muy completo con un pequeño museo, sala de proyecciones, cafetería, tienda de recuerdos y varias dependencias más. Curioseamos un poco, tomamos un humeante café y compramos alguna cosa. Yo adquiero un poster que representa una fotografía de satélite de la península escandinava, en donde se ven perfectamente las zonas por las que hemos rodado en las dos últimas semanas. Nuestra situación viene señalada en la foto, y veo que hacia el Oeste se extiende esa tremenda mancha blanca que veía en el mapa. Lo comento con Quim, para planificar una posible visita a esa zona, ya que he visto que unos kilómetros más adelante hay una ruta que parece llegar hasta el  propio glaciar.
         Calculo el tiempo de que disponemos, que no es mucho, ya que aún debemos bajar hacia el sur varios miles de kilómetros. Seguimos nuestro camino, ahora descendiendo de nuevo hacia el mar por una cañada entre agrestes montes. Estamos cerca de una ciudad importante con un extraño nombre: Mo i Rana, que más parece el nombre de la capital galáctica de alguna novela de Asimov.
         Vamos atentos a la desviación que, a nuestra derecha, nos llevará hasta la base del glaciar Svartisen. Por nuestro altímetro vamos ya casi al nivel del mar, cuando divisamos el cartel  indicador:  "Svartisen - 12 Km".
         Tomamos la nueva ruta, una estrecha carretera local, y preveo que pronto tendremos una subida empinada, ya que si estamos a pocos metros de altitud, ni cien apenas, para llegar a donde comienzan los hielos perpetuos necesitaremos remontar como mínimo por encima de los mil. La temperatura exterior que señala nuestro termómetro es de unos quince grados y el ambiente, en las cercanías del mar, es húmedo, por lo que no es muy propicio para la conservación del hielo y de la nieve.
Sin embargo, cuando llevamos casi diez kilómetros, prácticamente no hemos subido ni un metro. Rodamos bordeando un pequeño lago, por un valle que parece encaminarse a una cañada entre montañas.
          Entramos en la cañada, y por ella discurre un caudaloso y torrencial río, de aguas particularmente revueltas y blanquecinas, como si portase mucho barro en disolución. A los pocos minutos termina el asfalto y llegamos a un pequeño desembarcadero en el que se indica que salen lanchas a motor hasta la base del glaciar. Dejamos nuestro coche en un minúsculo estacionamiento embarcando, a los pocos minutos, en una de las dos que hacen la ruta.
           Navegando por un estrecho lago, encajonado entre altas y verticales montañas, la embarcación nos lleva hasta el extremo final del lago. Allí, por una garganta rocosa, un impresionante torrente desciende hasta cerca de donde nos encontramos.
           El patrón de la embarcación nos indica que tenemos dos horas para hacer la visita, que caminemos siguiendo las señales que hay a lo largo del sendero que asciende paralelo al torrente, y que obedezcamos al pie de la letra las prohibiciones que vamos a ver en unos carteles cerca del glaciar, en el sentido de que no debemos acercarnos a la movediza masa de hielo.
           Ha empezado a llover con insistencia, pero no hay tiempo que perder. Todos nos echamos a caminar por el áspero e irregular sendero de montaña que nos han indicado. Quim y yo, que en ese año estamos en plena forma, ya que corremos varios kilómetros diarios, establecemos un ritmo muy vivo, incluso con cierto "pique" entre nosotros mismos, y pronto nos distanciamos del  resto de excursionistas.
           Al cabo de unos diez minutos llegamos al final de nuestra subida por la estrecha hendidura rocosa por la que baja el torrente y, asombrados de lo que vemos, nos detenemos a contemplar el  inesperado paisaje que acabamos de descubrir.
           Estamos al borde de otro lago, de unos ochocientos metros de diámetro, del que sale el torrente por el que hemos ascendido. Y delante de nosotros, casi cubriendo todo lo que abarca nuestra vista, hay un inmenso mar de hielo, inclinado, que desemboca en las grises aguas de la laguna. La irregular superficie blanco azulada, llena de grietas y protuberancias, asciende por el gigantesco cauce que se abre entre dos montañas y se pierde entre las nubes, muy arriba, tras una inmensa curva rodeando una de las cumbres.


           Svartisen tiene varias lenguas glaciares. En la que estamos ahora tiene una longitud de unos quince kilómetros y una anchura media de más de cuatrocientos metros. Su masa se mueve a razón de unos dos metros por hora, rompiéndose cada cierto espacio de tiempo un trozo de su pared, que se precipita en el lago, formando una colosal y violenta ola.
           No es difícil adivinar que la lengua glaciar fue mucho más ancha, ya que las laderas adyacentes -desprovistas absolutamente de vegetación- presentan una forma de erosión muy típica, con frecuentes escalones.
           Por la ladera rocosa que sube paralela a la masa de témpanos, vemos unos carteles que avisan del peligro que representa acercarse tanto a la orilla de la laguna, como al borde del hielo. Para apoyar la prohibición, en ellos se explica que, cada año, mueren en Noruega un promedio de 7 personas en accidentes sucedidos en los glaciares.


           El resto de la gente apenas empieza a llegar al final de la torrentera, cuando Quim y yo remontamos ya por la ladera cercana a la lengua glaciar. No hay sendero alguno, por lo que tenemos que ir sorteando los obstáculos naturales, no muy difíciles, pero que por el poco tiempo que tenemos nos impiden subir mucho más.
           Como buenos ibéricos, no resistimos la tentación de desobedecer -solo en parte- los avisos escritos y nos acercamos hasta pocos metros del glaciar, aunque midiendo la posibilidad de que nos caiga encima, inesperadamente, un gran bloque helado. Hemos oído que hay inconscientes (nosotros no nos atrevemos, pues eso sí sería una grave imprudencia) que se suben encima del río de hielo e, incluso, se introducen en las cavidades, verdaderas cavernas, que se forman entre los bloques del glaciar.

(CONTINUARÁ)


21 de agosto de 2014

"TEN MOITO VALOR"



Hace mucho tiempo vi una foto en una revista de surf que me sorprendió. Era una imagen muy simple, incluso se diría que muy vulgar, pero que por su significado a mí me dejó huella en el recuerdo.
La fotografía estaba tomada en Hawai, pero no se trataba de lo que todos esperamos ver en una imagen de esas islas que son la meca del surf. No, se trataba simplemente de un contenedor de basura del que asomaba una tabla de surf que alguien había desechado. Una tabla cuyo dueño, haciendo gala de mucha soberbia y de muy poca sensibilidad, había condenado a la humillación de terminar sus días felices de olas, de sesiones increíbles con tubos, reentrys y bottoms irrepetibles, en un apestoso cubo de la basura, entre cartones de leche y botellas de cerveza vacíos, huesos de pollo frito y restos de grasientas hamburguesas de un Mac Donald cualquiera.
No me sirve ni siquiera la disculpa de que la tabla se habría partido, posiblemente, por la mitad. A saber si su dueño en el colmo de un criminal sentimiento no haya partido la tabla, él mismo, para que cupiese en el cajón del contenedor. Todo un desprecio por un objeto entrañable que seguramente le proporcionó meses, incluso puede que años de satisfacciones inenarrables, de muchos baños espléndidos, sirviendo de cabalgadura a su indigno propietario.
Sin embargo, todo esto que digo ahora en el párrafo anterior, a mí no se me ocurrió pensarlo en el momento de ver aquella foto. Fui, por el contrario, mucho más pragmático porque lo que realmente se me ocurrió fue, qué nivel, qué lujo, no se molestan en arreglarla, cuando ya no les sirve la tiran directamente al contenedor.
Y luego, también, los empleados de la recogida de basura que a su vez la habrán echado, indiferentes, al fondo del camión, sin pararse a reflexionar si no se podría, aún, sacarle provecho a aquel magnífico desperdicio -si un desperdicio puede ser magnífico, aunque en este caso para mí no ofrece duda-.
Y yo he vuelto a reflexionar que si pasase por allí y viese esa triste imagen, no dudaría en rescatarla de tan lamentable final y la adoptaría como se adopta a una mascota abandonada vilmente por su antiguo dueño, aunque solo fuese para adornar la pared de mi habitación. Porque cuando a mí se me han partido tablas -lo que siempre me ha sucedido dentro del agua, como debe ser-, primero he rescatado los trozos, a veces teniendo que recorrer con angustioso empeño la orilla de la playa porque el trozo perdido no aparecía fácilmente. Y después me los he llevado a casa, con amoroso cuidado, para pensar qué se podía hacer con los restos mortales de aquel objeto que (sin duda) tantas satisfacciones me había proporcionado con total generosidad, sin esperar nada a cambio.
Pues bien, cuando contemplaba hace unos días la I Mostra de Cine de Pantín, muy bien organizada por cierto por la Asociación de surfeiros da praia de Pantín, reparé que en un contenedor cercano había una tabla que alguien había introducido con el propósito, siempre innoble como ya dejé claro líneas más arriba, de mandarla al más ignominioso final que se puede dar a una tabla de surf.
Quizás se trata de que hemos progresado tanto y que como ahora es fácil conseguir tablas en cualquier tienda de surf, no les damos el valor que se merecen, y cuando ya no nos sirven prescindimos de ellas sin la menor consideración, sin el menor respeto.
Pues, sinceramente, con todas sus desventajas prefiero lo de antes, cuando la escasez te hacía valorar con profundo sentimiento el pase a mejor vida de aquello a lo que tanto aprecio le tenías. Quizás se me objete que se trata solo de una cosa, de algo que ni siente ni padece, pero eso es porque no habéis vivido en la época en la que tener una tabla era poseer un tesoro.
La modernidad y el progreso, como se ve, no siempre es tan bueno como parece.  

6 de agosto de 2014

NORDKAPP. 15 (2ª parte)


Estimulando nuestra imaginación, estos montes nos parecen enormes monstruos que se sumergen en las aguas
               Contaba en la primera parte de este capítulo 15 que nos llevamos una gran impresión cuando vimos las distancias que separan Narvik de otras ciudades europeas. Porque en las últimas 48 horas, tratando de adelantar kilómetros todo lo posible, tan solo hemos hecho 739. Solo hasta Oslo hay 1453, por carreteras muy complicadas. Verdaderamente nos sentimos en el fin del mundo...

Este fiordo me recordaba a una ría gallega
Salimos de Narvik y bordeamos durante largo rato un fiordo que, por sus orillas bajas y rocosas, con islotes minúsculos, me recuerda totalmente la ría de Arousa, en Galicia. La orografía es suave y dulce, con bosques y praderas festoneadas por puntitos blancos que corresponden a las aldeas formadas por casas bastante aisladas. En las orillas el agua es sumamente transparente, su superficie, a lo lejos, tiene un color azul oscuro, tal como si estuviéramos en un día soleado del invierno gallego. El parecido es realmente sorprendente.
              Llegamos a eso de las tres y media al pequeño muelle de embarque de un ferry en el que, nuevamente, hemos de recorrer un tramo obligado por vía marítima. Consulto el mapa y no tenemos alternativa. Una cadena montañosa de casi dos mil metros de altitud, que en el plano viene sembrada de manchas blancas (glaciares), y la proximidad de la frontera con Suecia (que en algún punto llega hasta solamente a diez o quince kilómetros de la orilla del mar), impide que haya carretera alguna en ese área.




Aprovechando la espera, hay que preparar el almuerzo.
           Aprovechamos para hacernos los eternos sandwichs de queso y jamón y tomarnos un café. Al poco se nos acerca un empleado del ferry, con una maquinita expendedora de billetes que me recuerda a las de los cobradores de los tranvías de mi niñez, y nos vende un par de tiquets. Sigo asombrándome de lo económico que es este medio de transporte en Noruega.
          Al cabo de unos veinte minutos aparece el barquito, que hace la maniobra de atraque con más rapidez que lo que tardo yo en aparcar mi coche.
          Tras meter el Mitsu a bordo, subimos a la cubierta a gozar de la soleada tarde durante los treinta minutos que nos han dicho que dura la travesía.



                 Si siempre es grato disfrutar de una travesía con buen tiempo, aquí es algo inolvidable. Contemplamos el paisaje visto desde su mismo centro neurálgico, con las aguas perfectamente tranquilas, su superficie brillante como un espejo, ni gota de brisa y la temperatura que permite tomar el sol en camiseta sobre un banco de cubierta...
                 Esa tarde hacemos un largo camino, por una carretera accidentada, llena de curvas, cuyo trazado discurre por multitud de diferentes fiordos, hasta que llegamos a Fauske, ciudad en la que prácticamente no nos detenemos, ya que presentimos que vamos algo retrasados y debemos continuar rodando.
                 A partir de aquí la carretera se interna en el interior, por una zona montañosa. Al cabo de una hora llegamos a un camping en el que entramos para pasar la noche.
                Al lado del terreno de acampada corre un caudaloso río de unos cuarenta metros de anchura, con el fondo totalmente de cantos rodados que forman, en la otra orilla, una extensa playa, y que indica la existencia de un cauce del doble de capacidad en la época de deshielo primaveral.


                 Como el día ha sido caluroso y desde hace varias jornadas deseamos darnos un chapuzón en algún sitio, decidimos que aquel río es una buena ocasión. La verdad es que la idea ya nos surgió desde que mejoró el tiempo y empezamos a costear los fiordos. Pero en ellos apenas hay playas de arena, y aún así la franja de la orilla está recubierta de unas algas que no invitan demasiado al baño. Por eso nos conformamos con meternos en la agitada corriente de este río, eso sí, bien agarrados a las rocas de la orilla, ya que la corriente es fuerte, en el centro quizás de más quince kilómetros por hora. El agua está muy limpia pero fría, aunque eso nos despeja y revitaliza. No hay nada como un chapuzón en agua fría para recobrar el ánimo.
                 Esa noche, después de la cena, Quim se va rápidamente a dormir. Yo, por el contrario, no renuncio a un paseo antes de meterme en la tienda. Camino un poco a lo largo de la orilla del río en el que hace un par de horas nos bañábamos y contemplo las últimos resplandores del crepúsculo, ya muy tenues. Enfrente se levantan unos montes en cuya falda veo las luces aisladas de algunas casas. Noto que, según avanzamos hacia el sur, cada vez anochece más temprano.
                 Al cabo de un rato de contemplación meditativa, siento un sordo y lejano fragor, que se me hace familiar. Es el ruido de un tren que se acerca, atravesando bosques y túneles en la ladera montañosa que se levanta al otro lado del valle. Parece subir una cuesta, ya que su traquetear es lento y sonoro. Al poco veo los vagones iluminados, es un tren de pasajeros. La línea férrea, según veré en el mapa al día siguiente, viene del sur y termina unas decenas de kilómetros más al norte, en Bodo. Durante unos minutos sigo contemplando el discurrir del tren, hasta que se pierde definitivamente dentro de un túnel.
                 En mi interior percibo que esa contemplación, en el silencio y en la oscuridad, ha tenido algo de mágica. Es curioso, no sé porqué ha sido, pero sigo mirando todavía durante un rato más la profunda negrura de aquel  paisaje, sin pensar en nada, pero fascinado por aquella silenciosa y quieta oscuridad.

El viaje en tren es una de las maneras más placenteras para disfrutar del paisaje noruego.
Las famosas granjas de cría salmón.