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15 de julio de 2014

LOS INVIERNOS DE SANTA CRISTINA (y 4ª parte)



Por supuesto que el bien más preciado en aquellos tiempos por nosotros era una tabla de surf, o por lo menos algo que se le pareciese (recuérdese la “tabla” del madrileño). El gran pionero Félix Cueto había traido una Bilbo a Ferrol, con la que se metía a veces. Félix no se prodigaba demasiado, no le gustaba el frío y la temperatura de nuestras aguas, algo más frías que las asturianas, era un grave inconveniente para él. Y quizás por eso, y porque tenía que compartir demasiado su Bilbo con sus nuevos amigos y compañeros de Escuela de Náutica, accedió a vendérsela a Miguel Camarero. Miguel estuvo surfeando durante varios meses con ella, hasta que un buen día me confesó sus intenciones de “acortarla”. Resulta que se había enterado de que las nuevas tablas iban acortando su longitud, y la Bilbo andaría, si no recuerdo mal, por los 2 metros y medio: demasiado para las nuevas tendencias.
Yo, sinceramente, no lo tomé en serio, hasta que, quizás al día siguiente o muy pronto de todas formas, apareció con la Bilbo “reformada”...La había cortado por la punta casi medio metro, pero como Miguel no era muy dado a perfeccionismos, se contentó con serrar, simplemente, la proa y creo recordar que le dio una mano de resina...o quizás ni eso.
Cuando vi la burrada que acababa de hacer me quedé paralizado de horror, más que por sus intenciones tan drásticas, por el resultado. Nunca nada me volvió a recordar tan bien la proa de un portaviones, como la de la nueva Bilbo. A mí me pareció un verdadero sacrilegio. Miguel tenía una tabla magnífica, que con la mía era lo mejor de que disponíamos, y le hacía aquello!!! Pero al final y accediendo a la invitación de su dueño y descuartizador le cambié mi tabla por la suya (“¡un ratito nada más, eh!”) para probar el resultado.
Y la verdad es que no giraba mal. Cierto es que había que esperar a la marea alta, y en la orillera vertical y estupenda que se formaba podías hacer maniobras en las que notabas que giraba muy fácilmente. Pero llevar delante de tí aquel “nose” extraño te daba una grima tremenda, una gran sensación de inseguridad.

Alejandro Mesías
Pero Miguel era un tío inquieto y emprendedor. Y cuando vio que su “solución” no había sido muy afortunada, decidió dar otro paso adelante: hacerse una tabla.
Pero el primer problema fue encontrar poliuretano. Después de mucho buscar se enteró de que los cofres congeladores de los bares utilizaban como aislante este material, pero con poco grosor y de una tonalidad amarillenta muy fea. Y, además, no se podía comprar en Coruña. Pero sí había "porespan" que, sin embargo, también tenía un grave inconveniente, y es que no resistía la resina de poliester, que lo fundía de inmediato al aplicarla sobre el poliestireno expandido. Pero al poco tiempo se enteró de que había otra resina que no atacaba al porespán, la epoxi, aunque era muy cara. Pero Miguel no se desanimó y se hizo con un bote de esta resina y adquirió también un buen bloque de porespan. Al poco tiempo había acabado su tarea. Más o menos, había conseguido dar forma a una “surfboard”. Como el color no le gustaba (a nadie le gustaba) optó por pintarla de rojo chillón, rojo sangre, vamos.
Aunque Miguel, que no era dado como ya expliqué a pararse en detalles, no se preocupó al dar la resina de lijarla posteriormente, con lo que le quedaron numerosos churretones en los laterales, que al secar se convirtieron en armas de destrucción masiva (o poco menos) para el que usase la tabla.
Fueron a probarla y al salir del agua alguien le dijo a Miguel “¡Jo, Miguel, se te ha desteñido la mierda de pintura que le has puesto!” Pero no eran de pintura las manchas rojas que Miguel tenía en la piel...sino sangre de las heridas que los afilados churretones de la tabla le habían producido.
Otra historia que reconozco que suena increíble, pero que juro que sucedió tal como lo voy a contar, fue ésta: Una tarde de aquellas invernales, en la que estando yo solo en la playa me había entretenido y disfrutado cogiendo orilleras con el tablón, al salir del agua y empezar a vestirme se me acercó un hombre de mediana edad, bien vestido, al que le acompañaba otro que se mantuvo al margen de la conversación. “¡Hola”, saludó sonriente, “te quería pedir autorización para utilizar unas imágenes que hemos filmado cuando cogías olas” Yo me quedé perplejo, y le pregunté “unas imágenes, ¿para qué?”. “Es para un anuncio publicitario, a ti no se te identifica mucho, pero necesito que me autorices a usarlas, claro”. Nunca entendí como aquel hombre se pudo confiar de mi palabra (cosas de esos tiempos, la gente era -éramos- muy confiada), el caso es que le contesté que no me importaba, por supuesto. Tampoco se me ocurrió aquello de “ya me darás una copia...”. Pero lo cierto es que me olvidé totalmente...hasta que un buen día fui a ver una película en un cine local. Entonces ya era habitual que antes de la proyección, te pasaran unos anuncios. Y me dio un pasmo cuando comenzó uno en el que salía un tío haciendo surf en Santa Cristina, una tarde invernal, y se oía una voz que decía: “Guarde Vd. también su equilibrio: Contrate Seguros XXXX (nunca llegué a fijarme qué Compañía era; normalmente me quedaba embobado viéndola, al menos las veinte primeras veces, y luego ya me daba vergüenza ajena y se me hacía insoportable). Porque al principio me hizo gracia, pero cuando llevaba dos años viendo el mismo anuncio en los cines de La Coruña, ya cerraba los ojos, o procuraba mirar hacia el espectador de al lado a ver qué decía. Y la verdad es, afortunadamente, nadie decía nada, ni le hacían mucho caso. Menos mal. Ya, entonces, empezaba esa fiebre enfermiza de aprovecharse de las imágenes de surf para resaltar anuncios y cosas así. Me hubiese gustado tener una copia, a pesar de todo, pero creo que ya es tarde para intentar pedírsela.
Durante mucho tiempo seguimos cogiendo olas en aquellas inolvidables tardes de Santa Cristina, de las que ya se puede notar que guardo muy buenos recuerdos; de aquellos atardeceres en los que veíamos, entre ola y ola, como el sol se iba poniendo por detrás de los eucaliptos que habían plantado en las escasas dunas del extremo oeste de la playa.
Entonces ya estaban de moda algunas discotecas en Santa Cristina, y cuando los sábados nos hartábamos de bailar y pasar calor, nos despistábamos un rato de nuestras chicas y, con alguna que otra copa de más encima, salíamos a disfrutar de la frescura de la noche, y caminábamos hasta el pico para intentar distinguir, a la luz de la luna, si ya rompían olas suficientes para que valiese la pena madrugar al día siguiente para venir a surfear.
No puedo recordar cuál fue el último día que cogí olas en Santa Cristina. Aunque tampoco creo que sea necesario, porque tengo suficientes imágenes todavía en mi mente de aquellos deliciosos años, de aquellas divertidas tardes de invierno, de las fascinantes experiencias que me permitió vivir y de los grandes colegas que me hizo conocer.

Creo que es Miguel perdiendo una ola que se deshace debajo de su tabla, mientras que los dos de atrás, ya muy mal colocados intentan remontar porque es posible que la corriente se los haya llevado fuera del pico.

2 comentarios:

  1. ¡Hola Carlos!
    Ahora al leer esas verdaderas aventuras y lo dificil que era obtener el material por esos años me estaba viniendo a la mente un reportaje que vi no hace mucho sobre las dificultades que tenia la gente en Cuba para conseguir una simple pieza para un motor. No recuerdo exactamente la pieza en cuestión pero si la odisea y los cientos de kilometros que recorrian para dar con ella.
    Alucinante e increible esa historia del anuncio...¡que bueno!
    Un saludo y hasta la proxima Carlos.

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  2. Pues en la primera mitad de los ochenta aun era muy difícil conseguir un invento, un traje y, por supuesto, una tabla. Y la parafa tenías que arreglarte con cabo de vela.

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