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18 de mayo de 2014

DONIÑOS, AQUELLA PLAYA EN EL HORIZONTE


EL PORQUÉ


El mar de Riazor tal como estaba en aquellas aburridas tardes de verano, sin olas, en Coruña.
Primeros años de los setenta. Una tarde soleada de verano. El mar apenas se mueve, y el nordeste sopla entablado y fuertecillo contra los acantilados de San Roque, el barrio marinero de A Coruña. Varios surfistas languidecemos perezoseando en el exterior del “chabolo”, mientras observamos como Rufino se afana en lijar un pan de foam para una nueva tabla de surf. Sus manos están blanquecinas por el polvillo blanco, que también se posa en sus cejas y su pelo.

Rufino, el primer "shaper" gallego, en su taller.

El “chabolo” es una cabaña de pescadores que cuelga de las rocas, sobre el mar, en donde el padre de Rufino guarda una lancha de pesca, que baja hasta el agua con una pequeña grúa. Pero últimamente ya no usa mucho la embarcación y Rufo utiliza el cobertizo para taller de construcción de sus primeras tablas. Y también se ha convertido en un lugar de reunión de los surfistas coruñeses, desde el que se organizan las salidas hacia donde haya olas ese día.



Este el sitio casi exacto en donde estuvo el "chabolo". Sobre esas rocas, pero en un emplazamiento que ahora está tapado por el relleno del paseo marítimo.

En los veranos de entonces todo el surf se paraba porque las olas desaparecían con las brisas del nordeste. Los inviernos, en cambio, eran tremendos, todo actividad. Íbamos del Orzán a Santa Cristina, de Bastiagueiro a Barrañán, de Sabón a Malpica, aunque a esta playa casi siempre los fines de semana, porque ya quedaba lejos. Pero cuando alguien decía: “¡Vamos a Malpica!”, todos se apuntaban con entusiasmo. Aunque el mito muchas veces se derrumbaba, y cuando llegabas allí las cosas no eran como esperábamos. Sabíamos, por ejemplo, que cuando el Orzán subía hasta los cinco metros, Santa Cristina nos esperaba con magníficas olas.
Porque, ¡cuántos kilómetros inútiles, cuantas decepciones al asomarnos al acantilado éste o aquel y descubrir que las olas, ese día, brillaban por su ausencia. Aunque siempre nos quedaba el recurso de unos vinos o unas cervezas, y unas tapas de pulpo, antes volver por donde vinimos.
La Coruña en invierno es fantástica, con las marejadas y los suroestes. Desde las playas urbanas hasta Malpica. Pero más allá, en aquel tiempo, eran playas ignotas, rodeadas de misterio, en las que imaginábamos olas increíbles aún sin descubrir.



EL DESCUBRIMIENTO
Por eso, aquella tarde yo contemplo desde el chabolo como el viento riza la superficie del mar con pequeñas olas, pero que no significan nada para nosotros. El día es maravilloso, soleado, buena temperatura, el agua de un color azul muy diferente del gris plomizo de los meses invernales. Todo invita, pues, a entrar al agua, ¿pero en qué olas?


Sigo con la mirada fija en el mar y, poco a poco, levanto la vista como buscando el nacimiento de aquella brisa constante del nordeste y enfrente contemplo la península de La Torre. Y de pronto veo algo que me interesa. Más allá, apenas sobre la línea del horizonte, se dibuja una lejana costa entre la bruma. Al pie de ella una línea blanca, deben de ser apenas unos cientos de metros pero, sin duda, se trata del final de un gran arenal. Al instante un detalle cobra sumo interés en mi pensamiento: el viento viene justamente de allí, lo que significa que, en esa playa remota y desconocida, esa brisa del nordeste es de tierra. Ese es el primer detalle en el que pienso. Después se me ocurre el segundo, esa playa parece bastante abierta, ¿habrá olas en ella?; y aunque parece mirar hacia el suroeste, malo será que no le entre algún oleaje. Bastaría una pequeña ola, a la que sin duda ese viento le daría por tierra, para que unos surfistas aburridos y desesperados pudieran sacarse el mono veraniego de encima.

Allá, al fondo, se ve la costa de Ferrol entre la bruma (La punta es Cabo Prior). El nordeste, que en la foto se ve como riza el mar, viene de esa dirección. Y debajo, entre las rocas, el canal por donde seguramente se sacaba la embarcación del padre de Rufo.
Voy hasta mi coche y cojo un pequeño mapa turístico de Firestone. Éste es un plano de carreteras en el que están dibujados con cierto detalle los arenales innumerables que posee la costa gallega. Es la única ayuda con la que podemos contar para encontrar playas desconocidas.
Y ahí está dibujada, efectivamente. Una playa de gran tamaño, cuyo nombre está rotulado sobre el color azul del mar que se supone que bate en ella: "Doniños". Para mí, un nombre desconocido.
Tras un breve debate nos ponemos de acuerdo, hay que intentar llegar hasta esa playa y comprobarlo. Personalmente tengo la intuición de que yendo hasta allí no vamos a perder el tiempo, y termino convenciendo a los más reticentes (que están deseando dejarse convencer).

EL VIAJE A DONIÑOS
         Cargamos las tablas en un par de coches y emprendemos el viaje. Entonces, la carretera a Ferrol era larga y complicada. A pesar de que la costa se puede divisar a simple vista desde A Coruña (tan solo hay 14 kilómetros de distancia por el mar), el viaje por tierra es largo a causa de las rías, que obligan a rodearlas. Y menos mal que desde los años cuarenta ya un puente en El Pedrido permite evitar el paso por Betanzos, lo que antes suponía unos 20 kilómetros más. Aún así es una ruta que atraviesa muchas aldeas, con infinidad de complicadas curvas. En resumen, se trata de un viaje que lleva más de una hora. A lo que hay que añadir los quince minutos que se tarda desde Ferrol a Doniños.
Pero, en aquel entonces, gozábamos de mucho tiempo libre y de mucha paciencia para alcanzar nuestro objetivo.

El puente de El Pedrido, años cincuenta.

LA LLEGADA A LA PLAYA
Y por fin, después de la larga recta por el bosque (que aun recuerdo como emocionante preludio de la playa), aparece ante nosotros aquel hermoso arenal que divisábamos desde la distancia.
 Nuestras primeras impresiones me han quedado grabadas en mis recuerdos de una manera indeleble.
Cuando llegamos nos detenemos en la atalaya del outeiro, desde la que se divisa toda la extensión de la playa.

Doniños, en un atardecer de un verano cualquiera.

En el mar se ven numerosas rompientes que nos aceleran el corazón, y empezamos a elegir en cuál nos vamos a meter. Aquella tarde, en un atardecer típico de mediados de agosto, las olas son pequeñas, sobre algo más de medio metro, pero para nosotros más que suficiente. Muchas de las que vemos rompen con suavidad llegando desde la distancia, hasta la orilla. El viento, y eso es lo que más nos entusiasma, es totalmente de tierra, a pesar de que por la tarde, para nuestra experiencia, era casi imposible que en cualquier playa soplase viento off shore.


El sol ya declina sobre el horizonte, otorgando tintes dorados a todo el paisaje incluido el color del mar, en el que se refleja la luz solar con fuerza, indicando su orientación totalmente del oeste.
No tardamos mucho en reaccionar, y cogiendo nuestras tablas nos lanzamos colina abajo directos al agua. En verano, casi ningún surfista usaba traje de neopreno, ya que eran solo para el invierno.
La impaciencia nos puede y corremos por un sendero que aún existe, por la ladera del Outeiro primero y que luego atravesando las dunas lleva casi hasta las mismas olas. Creo que parecíamos unos locos de atar, con unas pequeñas lanchas bajo el brazo corriendo muy nerviosos y gritando, en dirección al agua, como si fuéramos a suicidarnos en ella presos de una total desesperación.

LAS PRIMERAS OLAS
Recuerdo perfectamente la sensación tan vivificante que sentí remando sobre mi tabla, sorteando las olas para llegar hasta el pico. La frescura del agua, que nos pareció tan grata después del calor pasado en el viaje, las olas tan prometedoras que avanzaban hacia la orilla y que teníamos que sortear para llegar al pico, las crestas de agua cristalina que nos rompían encima, iluminadas por detrás por la luz del sol poniente, todo, todo, hacía de aquella experiencia un conjunto de sensaciones maravillosas, que nunca se me podrán olvidar.

Esta foto y la siguiente corresponden a una época posterior, diez o quince años más tarde. Pero reflejan perfectamente lo que nos encontramos aquel día al llegar por primera vez.
Hace años describí por primera vez nuestra llegada a Doniños, con estas frases: "¡Cómo recuerdo nuestra llegada a Doniños por primera vez, una tarde de Agosto de 1973, corriendo por las dunas para ir a coger aquellas maravillosas olas que habíamos visto desde la colina que domina la playa!".



Días más tarde volvimos a emprender la aventura de llegar hasta Doniños, y ya exploramos nuevas rompientes, yendo hacia la zona que hoy se denomina “la caseta” es decir, el extremo norte de la playa, a donde actualmente llega el aparcamiento. Metimos los coches por la pradera que hay por detrás de la dunas, por senderos solo para carros, y allí pudimos observar que en aquel extremo era a donde llegaba la única carretera que bajaba completamente hasta la playa, viniendo desde San Xurxo, y en donde había algún chiringuito playero. Pero recuerdo perfectamente que, en una soleada y calurosa tarde de verano, apenas habría cincuenta personas en toda la playa. Y que en esa tarde rompían cientos de olas sin que las cabalgase ningún surfista. Todo un paraíso, sin duda.
       Y nos dispusimos a disfrutarlo, ya para siempre.

Doniños, forever.











4 comentarios:

  1. Que tal Carlos!
    Cuando uno lee esto entiende el cariño y el vinculo tan fuerte que os une a esa maravillosa playa. Ese descubrimiento tiene tintes de aventura, cuando describes ese momento en que correis hacia la orilla intentaba imaginarme la escena y aunque visualmente y con la ayuda de tu narración uno se puede hacer una idea hay algo que nadie excepto vosotros puede llegar a sentir, me refiero a la emoción y a como os debia de latir el corazon en ese instante. Desconocia la historia del "chabolo", me ha encantado.
    Un verdadero placer leer e intentar imaginar lo que nos cuentas, gracias por compartirlo
    Saludos!

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  2. Curiosamente, el chabolo fue el germen de una gran empresa, veinte años más tarde. Para conocer esta particular e interesante historia, ejemplo de trabajo bien hecho, ilusión por conseguir unas metas, y como un emprendedor puede llegar muy, muy lejos solo con su fuerza interior, hay que leer la entrevista que Jesús Busto le hizo a Rufino en "Desde la Croa" no hace mucho tiempo. Rufino es el perfecto ejemplo de un "self made men" a la americana, pero en Galicia. Un respeto para este gran hombre.

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  3. Nos pasa a todos, la primera visión de una playa y sobretodo el primer baño suele quedar grabado en la memoria con mucha más fuerza que el resto. Gracias por compartirlo.

    Una gran aventura ese descubrimeinto de Doniños, a pesar de no ser tan largas las distancias, pero no por ello menos importante.

    Muchas veces nos ponemos metas o exigencias muy altas para intentar saciar nuestras ganas de aventura, cuando en realidad la aventura está ahí al lado y por suerte al alcande de todos.

    Aventura es ir a Maldivas, pero también coger una mochila y la tabla debajo del brazo para explorar los picos del arenal de Baldaio o buscar olas solitarias en el Casal.

    Algunas veces fracasarás en tu aventura, y en otras podrás experimentar lo que tan bién has descrito:

    "Creo que parecíamos unos locos de atar, con unas pequeñas lanchas bajo el brazo corriendo muy nerviosos y gritando, en dirección al agua, como si fuéramos a suicidarnos en ella presos de una total desesperación."

    Saludos!!!

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    1. Efectivamente, la aventura está ahí, a la vuelta de la esquina, si sabemos valorar las cosas debidamente. En aquella época tienes que tener en cuenta que, de pronto, se descubría un mundo absolutamente nuevo. Yo conocía cientos de playas gallegasa porque mis padres eran muy excursionistas (además mi padre tenía que viajar por Galicia y le gustaba conocer todo), y a partir del momento que empiezo a surfear comienzo a pensar y recordar todas esas playas, con objeto de valorar si tenían olas, cómo eran, etc. Lo mejor de aquello es que descubría una nueva faceta para las excursiones a toda la costa, en especial a una zona que conocí muy bien en mi juventud, la Costa de la Muerte, que la pateé mucho.

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