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14 de marzo de 2014

NORDKAPP.11 ¡Al fin!



Esa mañana nos despertamos con muy buen humor y ansia por empezar la jornada. Lógico, ya que casi habíamos llegado al que se convirtió en el principal objetivo de aquel viaje que empezó, sin embargo, con un destino bastante confuso.
Nuestra primera preocupación será la de cambiar dinero. En el camping nos indican que por allí, en muchos kilómetros a la redonda, no hay bancos y que el sitio adecuado es la oficina de Correos.
Ésta la encontramos a siete kilómetros escasos del camping, distancia que por lo que podemos ir notando no es demasiado, en aquellas tierras, para echar una carta o cambiar unos dólares.
Olderfjord, la oficina de correos y tienda de comestibles

El pequeñísimo  pueblo se llama Olderfjord y sus habitantes se dedican, en exclusiva, a la pesca -menos, supongo, el empleado de correos-. La oficina postal comparte el edificio de dos plantas, construido en madera como todos, con un pequeño supermercado.
Entramos a una salita en uno de cuyos lados hay una cristalera con dos minúsculas ventanillas. Tras los cristales, dos mujeres, que por su parecido son madre e hija, atienden a los escasos parroquianos que por allí se dejan caer.
La mujer mayor, de unos cuarenta años, no sabe inglés pero su hija -que no sobrepasa los dieciocho- sí lo habla y amablemente nos atiende y nos cambia varios cheques de viaje.


Seguimos nuestra ruta bordeando el inmenso fiordo que ayer ya comenzamos a recorrer y del que todavía nos queda un buen trecho. Por el mapa vemos que será necesario llegar hasta una pequeña localidad en la que embarcaremos en el ferry que va a la isla Mageroya, al puerto de Honningsvág y desde éste, tras 43 Km. de carretera, ¡al fin!, el Cabo Norte.

El fiordo se ensancha a medida que subimos hacia el norte

Seguimos viendo un desolado paisaje. Las pocas casas que se divisan nos parecen más refugios de pescadores que verdaderas viviendas. Es imposible que nadie habite en medio de aquella desolación, con los vientos del norte dándote todo el invierno en plenas narices. Nos imaginamos la durísima vida que soportarán aquellas gentes durante la estación invernal. Pensamos, Quim y yo, que habría de ser una interesante experiencia la de pasar una invernada en estos lugares. Es indudable que surgirían experiencias y vivencias increibles para nosotros, los hombres mediterráneos.

Poco más adelante esta carretera permanece cortada durante el invierno. Entonces, la única comunicación es por mar o por aire.

Llegamos a un pequeño puerto desde el que en invierno sale el ferry a Honningsvág, ya que según vemos en el mapa, el trozo de carretera que vamos a seguir ahora, está oficialmente cortado en la época de las nieves y el hielo. El sitio se llama Repvág y nos asombra que sean tan solo diez pequeñas casas y un minúsculo espigón. Si ésto, en verano, parece inhóspito...
La carretera se ciñe a la orilla del mar, de la que pasa a escasos tres metros y, de pronto, Quim me llama la atención sobre algo que ha visto. Levanto la vista del plano que en aquel momento iba consultando y se me ponen los ojos como platos. Entre la orilla y nosotros, a dos metros escasos de distancia, hay un tremendo reno, que arranca de entre las piedras minúsculos resquicios de sabrosa hierba.


Detenemos el coche junto a la barandilla de protección al otro lado de la cual, a solo un metro, pace el animal, que al oir nuestro motor ni se inmuta. Saco apresuradamente la máquina de fotos, no sea que el bicho cambie de idea y se nos vaya de ahí. Parece joven, ya que su cornamenta es escasa, o quizás sea una hembra. Hago las fotos desde la ventanilla del coche y al cabo de unos minutos el reno parece decidir que ya ha posado demasiado, o bien que allí se acabó la hierba sabrosa y, dando un salto por encima de la valla de hierro, se aleja por la carretera en dirección contraria a la nuestra, con el aire más digno que le he visto nunca a un animal de cuatro patas.


A los diez minutos llegamos al fin a Kafjord, estación de llegada del ferry. La instalación parece de reciente construcción y hay una acogedora cafetería construida en madera primorosamente barnizada en la que aguardamos la llegada del barco. Este, al poco, se comienza a divisar a lo lejos, surcando las aguas de los canales interiores, entre las numerosas islas que conforman la costa.

La estación marítima de verano. En invierno está cerrada. Allí disfrutamos del consabido y aguado café. ¡Es lo que más echamos de menos durante semanas!

Salimos a verlo llegar, y mientras tanto Quim intenta ligarse a una oveja que pace por allí, ofreciéndole una hoja de periódico, por lo que me veo obligado a indicarle que son las cabras y no las ovejas,  las que se comen los periódicos.

Quim intentando ligarse a una oveja mediante un periódico. Mientras tanto, el ferry que esperamos se acerca a la estación marítima de verano, para Honninsvág. Navega por un canal señalizado por boyas semihundidas.

El barco, que ya está iniciando la maniobra de aproximación, tiene un raro aspecto, ya que se diría que tiene dos proas, o dos popas, según se mire.
Lo que sucede es que -tal como a partir de ahora veremos en los numerosos ferrys que tendremos que tomar— estos buques para ganar tiempo navegan en las dos direcciones de forma que atracan de proa y, una vez cargados, salen disparados en sentido contrario sin detenerse a realizar una engorrosa maniobra de dar la vuelta completa. Por ambos extremos se levanta el casco y se tiende una rampa por la que con fluidez y en escasos minutos se llena o vacía la bodega de coches y sus pasajeros.
Tomamos el billete, bastante económico por cierto, y cuando nos corresponde rodamos por la rampa de acceso hasta el lugar en donde un tripulante nos indica, con enérgicos gestos, nuestro sitio de aparcamiento. Cerramos el coche y subimos a la cubierta para disfrutar del increíble paisaje que vamos a recorrer a continuación.
Las aguas son de un verde oscuro y de una transparencia cristalina. El mar está tranquilo, apenas hay brisa, y nos movemos lenta, dulcemente, por el centro de aquel paisaje, que más que paisaje es un espectáculo inenarrable.

En la línea de costa, a veces, se observan pequeñas viviendas cuya única forma de comunicación es por vía marítima.

Es fácil comprender porqué esta gente son ante todo buenos navegantes, porque los malos hace tiempo que se murieron de hambre y de soledad. Ves una casita en la orilla, al pie de una inmensa montaña de verticales laderas, en un lugar inaccesible, y te das cuenta de que el único camino posible para ir o venir de allí, es por el mar. Y que el único medio de vida racional, es la pesca. Si aisladas veíamos las casas en medio de la tundra continental, aquí el aislamiento raya en el más puro sentimiento anacoreta. Más adelante, consultando el mapa, observaré que en las altiplanicies interiores, cuya altitud media es de 300 a 600 metros, no hay absolutamente ningún núcleo poblacional. Divisando las numerosas cavidades de esas altiplanicies en las que se acumula la nieve eterna, es fácil constatar las diferencias climáticas tan abismales que deben existir entre las zonas bajas, pegadas a las relativamente templadas aguas, y las barridas por los gélidos vientos que provienen de las zonas árticas.
Quim, apoyado sobre la barandilla de la cubierta, me llama la atención para que vea una serie de boyas que, hundidas a un par de metros de profundidad, se van divisando cada cincuenta metros aproximadamente. Con nuestra natural inteligencia, enseguida deducimos que se trata de una ayuda a la navegación en días de climatología imposible. Las boyas conforman una especie de pasillo, por el que discurre la ruta fija del ferry. Una importante contribución de la tecnología a la indispensable comunicación marítima que presta esta línea de ferrys.
Al doblar una punta surge, al fondo de una ensenada, lo que parece ser nuestro punto de destino. Se trata de la ciudad de Honningsvág, puerto de unos cuatro mil habitantes, situado en la costa sur de la isla de Mageróya.

Puerto de Honninsvag. Isla de Mageróya

Atracamos y desembarcamos buscando de inmediato la carretera que nos conducirá a la costa norte. Nuestra idea es ir pronto al Cabo Norte para aprovechar el día aunque afortunadamente, como se podrá comprender, éso en esta latitud y en verano no es un grave problema.

Ya en la isla de Mageróya, en donde está el Cabo Norte, dejamos atrás Honninsvag y nos encaminamos hacia nuestro objetivo final, el Nordkapp.

A los pocos minutos estamos recorriendo una carretera por un paisaje, si cabe, más desolado aún que el que pasamos por la mañana. Ahora hemos de internarnos por el interior, ascender las agrestes cimas que conforman estos lugares, para lo que la carretera serpentea y se eleva por parajes en los que la escasa hierba y las piedras comparten el espacio disponible.
Hay, sin embargo, una pequeña flor cuya presencia es constante. Tiene un pequeño copo como de algodón, y prolifera abundantemente por estos campos. Recogemos algunas para conservar entre las hojas de un libro.
Otra cosa que nos llama mucho la atención, son unas pequeñas torres de piedras que aparecen por todas partes. Con unas diez o quince pequeñas piedras se forman estas minúsculas construcciones que se elevan unos veinte o treinta centímetros, aunque vemos algunas muy ambiciosas, que llegan al metro. Nos fuimos del Cabo Norte sin saber el objeto de aquello, aunque parece tener alguna intención votiva o similar.


La carretera desciende ahora hacia un valle que termina en un pequeño fiordo. Un poco más adelante, divisamos el aeropuerto que da servicio a la isla, una corta pista de aterrizaje con parte de ella en tierra firme y parte en terrenos ganados al mar. Asombrosamente, tiene colocadas sus cabeceras a muy poca distancia de unas elevadas colinas -aunque no parece haber otra solución-, lo que obliga a los aparatos a efectuar aterrizajes y despegues que pondrían los pelos de punta a cualquier veterano de la aviación, y más al tener que hacer estas maniobras en unas condiciones meteorológicas habitualmente malas.

La costa es tremendamente abrupta.

Después de otros cuantos kilómetros divisamos una meseta tras de la que se adivina la inmensidad del océano. Unas modernas construcciones ubicadas sobre una pequeña meseta, cortada a pico sobre el mar, nos confirma que estamos llegando al Centro Turístico del Cabo Norte, Noruega.
Estamos en 71 grados, 21 minutos, 10 segundos, latitud norte.

Por fin, llegamos al monumento que se levanta sobre el Cabo Norte. Debajo, en el interior excavado en la montaña, están las magníficas instalaciones para el turismo. Delante de nosotros, a la izquierda, el Mar de Noruega y a la derecha, el Mar de Barents. La división entre ambos mares está establecida precisamente en el Nordkapp.

1 comentario:

  1. Que tal Carlos!
    Viendo esas imagenes me imagino que en cierto modo te debe de invadir una sensación ya no digo de soledad, sino de sentirse uno insignificante, no se... Estaba pensando que esas pequeñas montañas de piedritas que quizas fuesen hechas por otros viajeros, si te das cuenta tiene cierto parecido con algo similar que hace la gente hoy en dia, es como una forma de dejar el tipico..."fulano estuvo aqui"...
    Pues nada, hasta la proxima!

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